Yo lo veía diariamente sentado a la puerta de su choza y con la cabeza entre las manos, hundido en una reflexión intensa. Se mostraba en aquella actitud cerca de la noche, cuando el cielo igual de la región se alteraba ligeramente con delgados celajes de ámbar y violeta.
Él había perdido los años más fértiles de la vida en el sufrimiento del presidio, por efecto de una acusación injusta. Su honestidad se había conservado intacta y lo había redimido al principio de la vejez. Los superiores le habían permitido edificar su vivienda en un descampado. Él se había insinuado en la amistad de sus compañeros y había suavizado la ley de su destino, esclareciéndoles las promesas del Evangelio.
Yo lo visitaba con frecuencia y lo seguía en sus peregrinaciones hasta la orilla del océano de las ballenas y de los témpanos. Había sustituido con un nombre fingido el verdadero y se justificaba alegando su humildad y el propósito de semejarse a la ola fundida en el mar.
Él me enseñó la caridad con los animales. Antes de su muerte, me encontró digno de proteger sus dos amigos más probados. Yo trasladé para mi casa, sobre mis hombros, al ajuar de la suya y eché por delante un zorro azul del polo y una liebre sedosa.
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